
Siempre sentado frente a un escritorio con la cabeza gacha y la mente inmersa en los folios frente a él.
A su derecha un teléfono y un cenicero donde apagaba sus cigarros. Su único vicio.
A la izquierda una acumulación cada vez mayor de anotaciones formando una pila de hojas.
Siempre había tenido una buena capacidad para escuchar, era una especie de don que aceptaba con resignación, pues suponía una carga en ocasiones demasiado pesada.
Mucha gente le consultaba por diversas razones y El Oyente les asistía con su conversación.
Su fama creció de tal manera, debido a su efecto terapeútico, que el teléfono no paraba de sonar y eran pocas las veces que alzaba siquiera la vista.
Cogía el teléfono, escuchaba, tomaba nota, colgaba, colocaba el informe sobre los demás, y nueva llamada.
En los pocos momentos de respiro de los que disfrutaba miraba su cuadro favorito colgado en la pared en frente del escritorio. Podría pasarse la vida apreciando todos sus matices y aún así se le escaparían detalles.
Sin embargo algo le obstruía esa visión, una fila de gente se disponía frente a su escritorio, silenciosos, simplemente quietos.
La gente que le quería.
Pero nunca hablaban, él los miraba en esos preciados momentos, pero siempre pensaba: "lo primero es lo primero". Y atendía a las incesantes llamadas.
Y así pasaron los años y con su paso era menos consciente de que frente a su escritorio cada vez había menos personas. Tan absorbido estaba por su trabajo. Las miradas pasaron a ser fugaces y despreocupadas.
Pero el paso de los años también tuvo efecto sobre su cuerpo y su oído, en otros tiempos magnífico, también sufrió el proceso de envejecimiento.
Comenzó con un pitido molesto para, progresivamente, ir perdiendo la audición. Igual perdía con un goteo constante a las personas frente a él.
Evidentemente empezó a afectar a su tarea, de forma que cada vez menos gente recurría a él para resolver sus problemas, hasta tal punto que nadie volvió a llamar a su teléfono. Su fama desapareció tal como llegó.
Le sorprendió que no le afectase este hecho. Una vida consagrada a ello y no le había importado lo más mínimo desprenderse de esa carga.
Libre de esa obligación alzó la vista para disfrutar de su adorada pintura pero se encontró con una enorme pila de papel que no le dejaba ver.
Así que, por primera vez, y no sin esfuerzo, se levantó de su asiento poniendo de manifiesto su encorvada figura, deformada por el arduo lastre de su vida.
Una sola figura quedaba en pie frente a su escritorio.
Del mismo modo que su oído había perdido sus facultades su vista se encontraba emborronada con un halo grisáceo. Por tanto tuvo que acercarse para poder reconocerla. Todas sus articulaciones crujieron a cada paso hasta que estuvo frente a ella.
Ella estaba sonriendo con una felicidad deslumbrante.
Siempre lo había querido y era la única persona a la que El Oyente había correspondido en ese sentimiento en toda su vida. Nunca había tenido la oportunidad de decírselo, pues "lo primero era lo primero", pero en sus fugaces miradas siempre le dedicaba más tiempo a ella que a los demás
El Oyente alargó sus cansadas manos para acariciar la cara de ella pero al mínimo contacto ésta comenzó a difuminarse y fundirse con el aire que la rodeaba.
Eran las cenizas de un amor pasado, de otra vida.
Flotando en el aire de la habitación.
Encontrando su camino a través de la ventana abierta con vistas al mar.
En ese momento, con las rodillas hincadas en el suelo, una lágrima nació de los ojos cansados del Oyente bañando los surcos de su rostro para siempre.
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